Era una fría madrugada de fe­brero de 1978. La ciudad dor­mía mientras unos trabajadores de la compañía eléctrica exca­vaban en la confluencia de las calles Guatemala y Argentina. Hasta que toparon con una piedra diferente. No era la primera vez que se producía un ha­llazgo en el mismísimo centro de Ciudad de México. De ahí que lo comunicaran de inmediato al Departamento de Res­ cate Arqueológico del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH).

Tras constatar que se trataba de un enor­me monolito con grabados en su parte superior, los arqueólogos emprendieron su rescate. Pero no se dieron cuenta de la importancia de la pieza hasta que reti­raron la tierra que la cubría. Era la repre­sentación de la diosa Coyolxauhqui, que, según la tradición, murió y fue descuar­tizada a manos de su hermano Huitzilo­ pochtli, venerado por los aztecas como el símbolo máximo de la fuerza solar.

Ambos eran los hijos de la deidad terres­tre Coatlicue, cuya efigie fue encontra­da en la zona en 1970, aunque por en­tonces no se pudo precisar su significado. Otras esculturas fueron desenterradas entre aquel primer hallazgo y el de Co­ yolxauhqui, pero ninguna arrojó tanta información acerca de las prácticas rea­lizadas en el Templo Mayor de México, sagrado edificio de los aztecas, como la diosa de la noche. La piedra venía a de­ mostrar, según Raúl Arana, experto del INAH, que los aztecas sacrificaron hu­manos imitando el mito de aquellos dos hermanos. Por eso el gobierno decidió dar carta blanca al Proyecto Templo Mayor, que aún hoy abarca los trabajos arqueológicos en esta área. 

Publicado en la revista Historia y Vida en marzo de 2013

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