Acababa de empezar su trayectoria como periodista y modelo ocasional cuando, con solo 20 años, fue reclutada para formarse como agente de los servicios secretos de su país, Estados Unidos. La primera misión de Butch –ese era su nombre en clave– fue asentarse en Madrid poco antes del fin de la Segunda Guerra Mundial para recabar información sobre los nazis. Del sinfín de misiones que realizó durante cuarenta años, hubo una que se le resistió especialmente: averiguar la causa de sus tormentosas molestias intestinales. Aline Griffith, su nombre real, más conocida como la condesa viuda de Romanones, no descubrió que era celíaca hasta los 74 años. La celiaquía es una intolerancia permanente al gluten, una proteína presente en el trigo, la cebada, el centeno y, en menor medida, la avena, que produce una lesión en la mucosa del intestino delgado superior. A consecuencia de ello, quien la padece no absorbe adecuadamente los nutrientes de los alimentos (es decir, sus proteínas, grasas, hidratos de carbono, sales minerales y vitaminas). 

Alrededor de un 1% de la población mundial es celíaca, aunque estudios epidemiológicos recientes apuntan a que, posiblemente, la enfermedad sea diez veces más frecuente de lo que se diagnostica. Solo en el último cuarto de siglo su incidencia se ha multiplicado por cinco, sobre todo en niños, según un estudio elaborado el pasado año por investigadores de la Università Politecnica delle Marche, en Italia. Los expertos achacan, en parte, este crecimiento a un cambio en los hábitos de consumo. No en vano, la alimentación alta en gluten se ha extendido a zonas donde hasta hace poco no era común, como Oriente Medio y el norte de África. Este aumento de casos puede hacernos pensar que estamos ante una enfermedad moderna. En realidad, es una vieja conocida. 

Publicado en la revista Historia y Vida en febrero de 2015

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