Febrero de 1858. Alfred Russel Wallace, un intrépido aventurero de 35 años, se halla explorando el archipiélago malayo cuando le sobreviene un ataque de malaria. En su cabeza se entremezclan delirios con diversos pensamientos acerca del origen de las especies, la razón por la que ha emprendido el viaje. Tras recuperar fuerzas, escribe Sobre la tendencia de las variedades a desviarse indefinidamente del tipo original. En este pequeño ensayo afirma que la vida de los animales es una “lucha por la existencia”, en la que los más débiles y los integrantes de una organización imperfecta siempre sucumben: “La posibilidad de obtener alimento durante las estaciones menos favorables y de escapar de los ataques de los enemigos más peli- grosos son las condiciones primarias que determinan la existencia tanto de individuos como de especies completas”, anota. Wallace, además, vincula la población de las especies a esas condiciones: “Mediante la consideración esmerada de todas las circunstancias podremos comprender, y hasta cierto punto explicar, lo que a primera vista parece tan inexplicable: la abundancia excesiva de algunas especies, mientras otras semejantes son muy raras”.
Sin más dilación, introduce el texto en un sobre y se lo envía al naturalista más famoso de Inglaterra, Charles Darwin, para que este, a su vez, lo comparta con Charles Lyell, el geólogo más influyente de la época. Darwin no da crédito. Esas ocho páginas torpedean su trabajo de más de veinte años de observaciones, experimentos y viajes. “Nunca he visto una coincidencia más impresionante. Si Wallace hubiera tenido acceso a mi esbozo de 1842, ¡no lo habría resumido mejor! Incluso los términos que utiliza se corresponden con los títulos de mis capítulos”, se lamenta el naturalista en una carta dirigida a su amigo Lyell. ¿Quién era ese joven brillante que estaba llevando a su terreno la autoría de la teoría de la selección natural?
Publicado en la revista Historia y Vida en noviembre de 2014
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